Existe un carretera marcado en los mapas para las urgencias. No hay límite de velocidad, se trata de llegar porque la vida está en peligro. Es una carretera sin arcenes ni medianeras solo de ida.
A veces uno puede verse reflejado en un atardecer o en un amanecer absorbiendo gotas de agua fina para aclarar las heridas. Sea como fuera, es una ruta dolorosa que enfrenta lágrimas de dolor y a más cuando se acerca la llegada. A veces uno siente bajo sus pies el fango que antes fue polvo y te anima a descansar.
La vida invita a tomar las cosas con diligencia, de ahí que haya tantos accidentes por no darse cuenta a tiempo del peligro que acarrean las prisas. La vida provoca circunstancias solo por ver qué tan atentos estamos. La vida no es un acto de fe. De la vida tengo escrito por ahí que no estoy seguro de nada: solo sé que su recorrido por el tiempo a veces es amargo y a veces dulce. Que existe la paciencia y la prisa. La claridad y la oscuridad. Y que el reto está en experimentar lo bueno y lo malo con sabiduría para evitar que nuestra esencia sucumba ante el dolor.
Un día, yendo por la carretera de ida sin apenas esperanzas, me encontré a la María y me dijo que no estaba solo y que podía afrontar sin miedo cualquier circunstancia si era capaz de caminar sin pausa a la velocidad que marca los latidos del corazón. De tanto ir por la esa carretera ya nadie me toma en serio porque siempre vuelvo (de momento), pero el mensaje de la María nunca se me irá de la parte de la cabeza que tengo exenta de anomalías (cada vez más pequeña). Tiene razón la Dama que vela mis sueños: "pronto nos veremos todos en el manicomio".
Soñar, volver a jugar con dona, apostar seguro a la fe, soltar amarras y defender el derecho a ser feliz, y sobretodo amar al bendito amor y la santa poesía. Lo demás no importa.
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