lunes, 14 de julio de 2014

Patricia.

Lo únicos que pueden sacarla de sus casillas son sus amigos. Soporta falsedades y maledicencias, y no con buen talante, a pesar de considerar que es parte del precio que hay que pagar por ser leal a sí misma. Esta mañana en nuestro paseo matutino por Les Seniaes, me habló de alguien que la tiene preocupada por su desapego con el cargo público que desempeña. No es de bailar al ritmo que toque cualquiera.

Los hay que se amargan y se sienten vencidos por la más mínima victoria o avance de otros. Se lamenta de los tristes derrotados por el triunfo ajeno. No todo el mundo tiene el poder de su parte, ni la licencia estúpida que le da para insultar. Los insultos son noches de luna y nubes, silencio, oscuridad. Son lo peor de los cobardes.

Patricia es como es, con principios incorpóreos, con asombros y luchando; a veces pesimista pero siempre soñando. Paga sin rechistar lo que le cuesta ser ella misma. Estima que el trabajo y las obligaciones diarias son el empeño, como el arte de vivir en sociedad, la más pura idiosincracia del ser humano.

Más allá de lo que sea, merece la pena luchar por un ideal, por algún abrazo o un beso. Merece la pena ver amanecer aunque nada más sea por volver a empezar. Ella es Patricia y yo su padre, que si no es mucho entonces es la hostia bendita.

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