Presumo que escribir un libro no debe ser nada fácil. Caminar entre palabras, paso a paso, esclavo uno de otro, escribiendo para descubrir un estilo ficticio por otro real y depurado para cerrar la brecha que existe entre la ignorancia y el conocimiento... En la memoria quedan experiencias sabiendo que un día llegará el final.
Es estupendo que un escritor se proponga escribir un libro, porque escribir le colma de presentes. La historia continúa. Todavía, y a la María gracias, los duendes viajan por los caminos del subsuelo deseando defender su gota de sangre derramada por los valientes del campo de batalla, aunque la fusión, la hidratación cultural de la que el escritor es representante, se mantiene como la más dilatada realidad del proyecto épico que obliga a prestar toda la atención. El escritor va delante como los titiriteros escribiendo palabras aparentemente irresponsables porque él, es eso, simplemente un escritor que segrega el pasado del presente y no tiene miedo a las historias que narra porque son sus historias, las que considera buenas y válidas, las que recogió y matiza según escribe. En un libro navegan como balandros historias de todas las épocas y habitan personajes con protagonismo sin temporalidad fija. El escritor se obliga a escribir historias que pueden no ser ciertas, puesto que al escribir entiende que la historia no se extingue y que cada día es totalmente diferente porque es fruto de la imaginación, aunque se disfrace de mentira acurrucado en legajos extraviados de otras épocas. Y el resultante, la mezcla entre ideas y palabras, es el compromiso que se acepta al escribir un libro.
Las páginas de la historia se estremecerán. Las voces de los hombres se afligirán. El aire se llenará de espanto y la alegría se esfumará entre el horror y la sangre al contemplar el resultado de un libro. Un libro por escribir.
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