Ayer fui a pasear por la playa: me apetecía, el mar me da vida, y estaba triste sin venir a cuento. Me pasa a veces. Supongo que a todos y todas. Y viniendo de la playa hacia casa, justo en la última rotonda para salir en dirección a mi pueblo, había una joven que se anunciaba como prostituta: ¡Soy puta!. De viejo, pensé, y solo por eso, no debiera sorprenderme. Pero esta joven me sorprendió, y también me conmovió. Al contrario que ya no me sorprende si la prima de riesgo sube o baja, o la bolsa. Ni las declaraciones del FMI. O que se investigue el ático que Ignacio González tiene alquilado en Marbella por dos mil Euros al mes. Ni que Rajoy le diga a Merkel con la cara de los entierros que o incentiva la economía o... uy, miedo me da Rajoy. En fín, de viejo solo me sorprende la naturaleza y lo humano. Y es que si hablo de prostitutas y de políticos sin dudarlo me quedo con las prostitutas. Y lo digo tal como lo siento. Porque las prostitutas venden lo que es suyo y los políticos lo nuestro. Comparar políticos con prostitutas es una falta de respeto hacia las prostitutas, porque el oficio de prostituta, como el de poeta, son de los más antiguos y respetados del mundo, entonces, no me explico tal menosprecio. Ha de ser ignorancia o mala fe, porque las prostitutas se resarcen de la miseria como pueden, como cualquier trabajador o trabajadora también explotados. Y todo con su cuerpo, que por cierto les pertenece de nacimiento. Los políticos, y no me canso, venden lo que no les pertenece: leyes, patrimonios, recalificaciones urbanísticas, contratos de obras. Y compran impunidad, generalmente con la complicidad de algunos jueces y magistrados que se constituyen en garantes de la corrupción y conducen al pueblo a la tristeza del alma. Estoy convencido que si algo se cumple en este triste y melancólico país, es el pacto de impunidad entre ciertos sectores del poder político y judicial. Porque los jueces, como dijo Bertolt Brecht, son incorruptibles en este sentido. No hay dinero en el mundo que los haga fallar conforme a lo que manda la ley.
A veces se me olvida quien soy y rezo; rezo en el desconsuelo de quien se siente solo y desamparado. Y me dirijo a Él como si permaneciera vivo y cercano, en mi pedacito de cielo, donde todo comenzá. Pero no. Jesús ha muerto.
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