miércoles, 24 de septiembre de 2014

El cerebro.

De igual modo que millones de personas se calzan de forma frecuente las zapatillas deportivas, empieza a ser tendencia "llevar" el cerebro al gimnasio.

Mientras alguien garabatea el más hermoso monumento a la palabra, dos ideas se adhieren vigorosas a su pluma. Una es relativa al modelo de ideales: "el pueblo para el pueblo y por el pueblo". Y la otra el motivo que hoy me obliga a escribir: El cerebro.

Lo cofieso: no alcanzo a comprender ni en sus mínimos detalles el entramado que existe en el cerebro. En él, el engaño acampa en sus idas y avenidas con neuronas desbaratadas en la frontera de la ficción. En su compleja formación tiene su propio origen.

Ni yo ni nadie sabe acerca de él, pero según me cuentan mis informadoras, existe una secta ubicada en un resquicio oscuro del cogote cuya organización responde a un código secreto de identificación. Se trata de una serie de maldades sustentadas en una forma de vida vinculada al pensamiento que incentiva todo tipo de práctica ilegal: corrupción, delincuencia, prostitución... todo tipificado en las actividades de una estructura articulada para tales fines. En esta secta, las ideas diabólicas están obligadas a atentar con veneración contra todo lo relacionado con los sentimientos nobles del corazón para probar su lealtad e influir en el propio sentimiento de forma cruel. Ejemplo: si alguien a las puertas del silencio eterno en su testamento dejara con estilo propio de narración directa una descriptiva y hermosa carta devolviendo la debilidad mental a su origen, representaría un cuadro pintoresco en una realidad de terror. Sorprendería el manejo diestro de su narrativa, los símbolos poéticos, los giros idiomáticos, la descripción de los lugares románticos y las zonas por los que hubiera transitado, y sobre todo, las personas con los que se relacinó íntimamente, donde asomarían los rasgos de una miseria de doble moral.

En la carta pasaría de puntillas por el camino de la esperanza que, supuestamente existiría como una fuerza positiva, pero que en un cerebro mezquino no alcanzaría su eficacia mayor ni con la complicidad de lo absurdo, incluso la lógica perdería su última esperanza. (A pesar del parecido con mi mente absurda niego la mayor, pero confieso que de ser real me resultaría difícil separarme de mi cerebro).

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