jueves, 10 de septiembre de 2015

Ernesto de la Peña.

El sol nocturno.

Ordena con la voz todo el futuro
abre la simiente, reacomoda las luces, recorre la ciudad
busca la aurora en la noche profunda
para encontrar el sol oscuro
el día sin tiniebla en que vive tu raza,
tus muertos resucitan y se instaura la música.
O en plena madrugada
a la sombra insidiosa de una felicidad sin mácula
comparte el pan y el vino, la mano y el acierto,
la piel y la sustancia en que se envuelve el júbilo.
Hay que instaurar el entusiasmo
preservarlo de pie, silencioso y terrible,
inaccesible y a la mano,
como guardián de todos los misterios.
Es el momento rígido vecino de la muerte
de hacer las cuentas con el alma,
vislumbrar mansamente la vida que se escapa
tener por la cerviz indómita, impotente
la lozanía inicial, los hallazgos
el castillo de niebla de una vida
que se agostó en impulsos
y cultivó solícita los ardores del sexo
y prodigándose en gestos apremiados y fervores erróneos.
Deambulo por avenidas ásperas y calles apagadas
releeo las mismas cosas, digo lo mismo
mis virtudes, mis vicios son apenas las letras
de algún texto sin final conocido,
impunes signos de metal oxidado,
agua pasada por el río que no se detiene,
agua veloz de rapidez sin meta.
Los recuerdos, disfraces de la nada
amortiguados, imitan el fuego y ocultan la distancia
como una mala costra que nos llaga y consuela
sobrenadan, invitan un festín de piedras extinguidas.
La soledad vesánica invade la vejez llenándola de ecos
irguiendo la memoria como reducto fiel de la mentira.
Esta es la edad de despedida, sitial de la nostalgia,
hospital melancólico para apagar los huesos y detener la sangre.
Pero he vivido con los ojos abiertos y la pasión dispuesta,
he vivido y mi huella indistinta,
alguna vez sin sombra y sin temores,
desafió al fuego elemental, agorero de ruina,
alguna vez se levantó
y sus pasos hirieron el camino y le dieron derrota.
Otras, muchas veces, pudo confabular,
urdir inocentes estambres de albedrío
y sintió como un eco estelar
una conspiración celeste
para elevar su fortuita vehemencia
y lanzar al espacio, como la clave enérgica del hombre.
Heredero y señor de lo casual, munífico mendigo,
te fue entregado el mundo ajeno,
la cordura sensual de las tardes
y el asombro espontáneo con que se anuncia el sol.
Acudieron a rescatar tu sombra de la nada naciente
el verdor de los árboles y el agua férvida del río,
te abandonó la ninfa y te compró la sangre
y ante tus ojos mudos y tu piel venidera
instauró sus quebrantos la alegría
y su constancia el duelo.

Ernesto de la Peña, poeta, falleció el 10 de septiembre de 2012.

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