Vengo de comprar de un centro comercial. Nada que merezca la pena contar, sin embargo, ocurrió algo realmente excepcional:
Un caballero de buen porte, paseaba leyendo la prensa sin darle importancia a nada ni a nadie, como si esperase a alguien y simplemente dejaba el tiempo correr, hasta que, y lo jurararía ante un tribunal de justicia, un coche de la marca Mercedes negro de esos altos tipo EFBI de las películas de ficción con cristales tintados, se acerca al aparcamiento más cercano dónde estaba el caballero y frenó, pero torpe dejó irse el coche poco a poco dando la impresión de no haber echado el freno de mano. Puede decirse que quien conducía el espectacular vehículo, estupefaciente, había entrado en shock.
De lejos yo lo veía venir, porque justo a unos pocos metros donde los dos, vehículo y caballero, podían haber colisionado, había una placa de anclaje para el posterior montaje de una farola para el aparcamiento. Y aproximadamente a un metro más o menos, el Mercedes quedó anclado a los pernos de la subsodicha placa de anclaje. Y la rueda hizo ¡plof!. Entonces, como si el tiempo no existiera se abrió la puerta del coche de gran lujo y apareció la mujer más hermosa que nadie pudiera imaginar en un aparcamiento de un centro comercial echando las manos a la cabeza ¡Dios mío!. Que la María me deje de guiar si miento: justo el tiempo de reaccionar dio la vuelta como si la rueda no le importara, y sin quitar las manos de la cabeza, miro para al caballero entablando una amena conversación... Digo que estaba alejado del lugar, así que nada más puedo contar. Solo que antes de despedirse intercambiaron unos papelillos (podrían ser, y lo digo sin miedo a equivocarme, sus respectivos números telefónicos) y con dos besos se dijeron adiós, ay. (Unos nacen con estrella y otros estrellados).
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