En un país lejano y en otros tiempos, vivía un Rey muy tirano. Cierto día condenó un alto mandatario de su gobierno a morir decapitado por traidor.
Poco después del momento señalado para la decapitación, cuál no sería la sorpresa del Monarca al ver que el alto mandatario que debió morir decapitado se acercaba tranquilamente al trono.
-¡Por mil dragones!, exclamó el enfurecido Monarca, ¿no te condené a presentarte en la plaza del mercado para que el verdugo te cortara la cabeza? ¿Qué haces aquí?
-Hijo de Dioses, respondió el alto mandatario, es cierto, pero en comparación con la verdad no lo es: los deseos de su Majestad han sido deliberadamente descuidados. Con alegría corrí a cumplir su mandato y coloqué mi cabeza de cuerpo despreciable en el "cortacabezas" de la plaza del mercado en la cual me esperaba el verdugo con su desnuda espada, al verme, ostentosamente la floreó en el aire y luego, dándome un suave toque en el pescuezo se huyó apedreado por la plebe, de quien siempre he sido favorecido. Y ahora, majestad, vengo a someter a su consideración clemencia y que la justicia caiga sobre la deshonrosa cabeza del verdugo.
-¿A qué regimiento de verdugos pertenece ese miserable de negras entrañas: que se presente ante mí?
-¡Oh, bastardo!, rugió el soberano, ¿por qué has dado un suave toquecito al cuello que debiste tener el placer de cercenar?
-Majestad, ordénele que se suene las narices y lo entenderá, respondió el verdugo.
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