Ayer hubo una despedida de solteras en mi pueblo y me acabo de recetar un paracetamol. El jaleo que montaron estas chicas es absolutamente demencial: música enlatada, los petardos que no falten, y ahora, además, han inventado un bicicleta, que más que una bicicleta es un carromato a pedales con un barril de cerveza incorporado, y a dar pedales y beber cerveza, y a levantarme el dolor de cabeza que aún me dura. Sé que lo hacen para divertirse y no para provocar mi dolor de cabeza, pero jode.
A los viejos nos tenían que respetar. Los jóvenes nos dan la razón por ser viejos pero no nos respetan. Mi hija me respeta y también me da la razón, pero es mi hija, aunque también iba en la bicicleta dando pedales. En estos momentos de dolor de cabeza imposible no sé si es mejor morirme ya o esperar que venga la parca a por mí.
Lo que es morirse no sé, pero llegar a viejo es una gran decepción. Los jóvenes no te respetan y los de tu quinta se mueren. Hace demasiados años que no me invitan a una despedida de solteros, pero al cementerio cada vez voy con mayor frecuencia. No compensa ser viejo, y más cuando descubres que nada es como creías cuando eras joven. Cuando era joven, por alguna extraña razón, creía que la gloria estaba reservada a los viejos. Y no, lo único que tenemos reservado los viejos es la muerte. Y qué triste resulta reconocer que por fuera la gente te ve diferente (porque lo estás) cuando por dentro te sientes igual. Ser viejo es más físico que intelectual o emocional. Ser viejo es una tragedia.
Un domingo de ir a misa y buen sermón, diría que no se debe confundir el valor real de las cosas, y que si es cierto que todo tiene un precio, debemos estar dispuestos a pagar por las cosas importantes de la vida. Hablo del amor, la familia, la familia, ¡carajo!, la amistad, los sentimientos colindantes, o cualquier otra cosa que merezca la pena. Mejor pagar y callar.
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