Me gusta mi pueblo, su gente sencilla que tiende su mano sin reservas, que ofrece por igual penas y alegrías, y porque todavía sostiene aquello que donde comen dos comen tres. Pero sobre todo me gusta Eugenio, hombre entrañable y sabio capaz de levantar su voz en el momento menos esperado en defensa de la verdad. Me gusta Eugenio porque sabe reclamar su derecho a la esperanza a pesar de los malos presagios; porque rompe el análisis formal de cualquier caso con sabiduría apostando a que el yerro se sancione por la justicia popular que es más cercana que la de los magistrados; porque reconoce instintivamente a los que hacen profesión del engaño; porque es solidario hasta el desahucio. Y porque me considera amigo. Muchas gracias, Eugenio, mi sabio y viejo amigo.
Hoy, con el comentario anterior he vuelto a recordarte, Eugenio, mi viejo y sabio amigo. Muerta dona, vuelvo a ti. Lo siento, te tenía olvidado, perdona. Entonces, si tú quieres, que todo siga como antes: Ella, mi amiga del alma, la que me lee en silencio, tú, y dona ya juntos hasta que María, la Magdalena, o de soslayo... Ya me entiendes.
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