La nombra a veces, o casi siempre. Hablo de dona, y hoy, sábado de fieles difuntos, quiero traerla al recuerdo como si viniera del olvido. Ausente me tiene desde hace años y aún permanece en mí a poco que huelo el azahar o me adentro en Les Seniaes. Cualquier disculpa es buena para recordarla. Es dona.
Su recuerdo resulta imprescindible a la hora de escribir el día que me gusta vivir. Nada es igual sin dona, mi carinyet. Su triste mirada la tengo clavada en el corazón. Y no es que quiera arrancarla, pero no se va porque forma parte como personaje de mi vida literaria. Como Eugenio, una amiga o María, la Magdalena. Cada cual en su momento me permite dimensionar el día más allá del horario previsto. Un día es un día, pero si merece la pena, un día pueden ser dos, tres o media vida. Digo media vida porque, matemáticamente, para mí un día es media vida desde que descubrí mi obsesión por escribir. Y no pienso dejar que la noche lo atrape en su oscuridad.
Mis intereses están con ellos amarrados al día que me gusta vivir, y lo construimos de manera que nos permite perfilar una esperanza más allá de las horas de un reloj o un prolongado silencio. Con el permiso de ustedes.
En fin, hoy espero a Ian y quiero escribir aprisa por aquello de darle el bibe y salir de urgencias a Les Seniaes. A pesar que el día para mí es mi propia voluntad, Ian no atiende a razones y se enfurece de manera que, o me ciño al guión de sus caprichos, o las palabras que siempre me acompañan y escriben el día que me gusta vivir se van. Simplemente. Anhelo el momento que su poemario temprano se explique y me permita seguir sus pasos. Ian se anticipa a todo.
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