Realmente somos expertos en emitir opiniones sobre lo que deben hacer los demás... Somos expertos cuestionando inclinaciones o preferencias, gustos, conveniencias, decisiones que conciernen exclusivamente a quienes las toman.
Emitimos sentencias, nos inmiscuimos donde nadie nos llama. ¿Sobrevivirán a través del tiempo personas ajenas que no tienen nada en común? Y hay más ¿esas personas nos habrán mirado preguntándose lo mismo? Nadie se libra de la crítica ajena. A veces, después de descifrar incógnitas y errores propios, una frase borra cualquier cuestionamiento que haya surgido; “Allá cada cuál”. Este desahogo cierra la boca con altivez y apacigua los pensamientos que vienen a ser una pérdida de tiempo y nos debiera recordar que no somos nadie para tratar de organizar los asuntos ajenos. Por eso, cuando ayer Patricia me contó el desprecio que sufrió por parte de una persona, solo pude sentir lástima porque al darse cuenta de lo que dijo y sobre todo a quién, reaccionó de urgencias: "pero yo quiero a tu padre: le debo mucho".
No sé si al banco, al señor alcalde, al señor cura o vaya usted a saber, lo que es a mí no me debe nada.
La palabra es altanera si la dejas a libre albedrío. La palabra es un problema a conciencia. La palabra es erudita, crece y se hace fuerte y muestra como es la persona a través de sus pupilas engrandeciéndose con la luz de su propio éxito. Es preferible que te mate un camión al cruzar la calle que morir de éxito.
Tengo escrito por ahí que nadie tiene derecho a recordarme mis olvidos, miserias recolectadas a lo largo de mi vida. A nadie importa los sentimientos ajenos, nadie debe dar directrices acerca de lo que hace fluir los sentimientos en cada persona. Cada persona es un mundo. No obstante, todo tiene sus límites y lo prudente por su parte hubiera callar, vivir y dejar vivir, permitir que cada cual se desarrolle a su manera. Como el bolero, ay, qué poco has vivido, ni te imaginas lo duro y lento que es el proceso de olvidar... El placer ha sido mío.
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