Pienso que las palabras se visten como Ian. Ian se viste como su madre quiere. Y las palabras como el autor considera según su talento: poesía, alivio de luto, sol naciente, libelo difamatorio. Las palabras son imprescindibles para entendernos como seres humanos, aunque a veces asemeje lo contrario. El caso es que no escuchamos. Es un problema no escuchar a quien nos habla. O leer lo que escribe con con buenas intenciones quizá.
El hábito hace al monje, sentencia el refranero popular. Las palabras se visten de cupido gordito y, con astucia, se clavan en el corazón y no quiero pensar el infortunio que montan. Las palabras interesadas que preguntan quién es, de dónde vienes y adónde vas como acertijo sutil, son palabras para echarse a temblar. Las palabras se dejan querer, les tomas cariño, las ensañas, las ayudas y enseguida te clavan el puñal. Palabras benditas a la vez que traicioneras. Las palabras se difuminan y se confunden con el horizonte. Las palabras son papel escrito dentro de una botella en el mar. Las palabras comienzan con la vida y terminan con la muerte. Las palabras son acontecimientos y su valor depende del crédito que se les quiera dar. Las palabras moldean a las personas. Las palabras son transparentes a los ojos del alma. Las palabras con amor son dos en uno: auténtico milagro. Las palabras transcienden con sabor a eternidad. A pesar de lo expuesto y del riesgo de perderse entre renglones, merece la pena entrar en la espesura de las palabras.
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