-Buenos días, ¿cómo te encuentras?
-Casi me mato por la escalera.
-¿De verdad?
-No, fue mi esposa.
-¿Y cómo se encuentra?
-Apenas un esguince. Diría que fue para llamar la atención. Pero no sé.
-¿Y tú cómo te encuentras?
-Me lo tiene que decir usted.
-¿Te parece que empecemos de nuevo sin saludarnos?
-Vale.
-¿Cómo te encuentras?
-Yo bien, pero a usted le tiembla la mano...
-Sí, estoy destemplada...
-Dígame la verdad.
-No es nada bueno... además es personal.
-Tantos años contándole mis estupideces y resulta que lo suyo es personal...
-Tengo cáncer, y la esperanza de vida es corta.
La dama que no me deja ir, agradable en el trato, es una mujer que confía en mí. De sonrisa franca, ahora se explica con una coherencia estremecedora. La noticia me parte el corazón. Tiene la confirmación de su enfermedad y sabe con certeza que se está muriendo. Un drama. Me cuenta que la muerte no quiere que la sorprenda ni la encuentre dependiente. Dice que ya sufrió la terrible experiencia de acompañar a su madre hasta el final también víctima de cáncer. El día que le aumentaron la medicación dijo no: dejó la morfina y al poco falleció. La medicación que tomaba con horario obligado y dosis específicas no era otra cosa que el certificado de su muerte.
-¿Combatirá el cáncer?
-No, solo quiero morir con dignidad, no volveré a pasar por todo otra vez. Pediré morfina mientras la vida me de tregua.
-¿Su marido sabe que quiere morir?
-Él no, pero yo sí. Y te aseguro que no quiero morir. En mis planes no está acortar la vida sino la muerte. Para qué luchar si la guerra la tengo perdida de antemano. Y puesto que es irreversible, quiero decidir por mi misma. Si no tuve opción para vivir la quiero tener para morir. Emilio: no quiero una muerte catatónica.
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