Ayer escribí un comentario que en otras circunstancias lo hubiera desechado. Fue un comentario cargado de indignación. El asunto es que me alteran ciertos comportamientos de una parte de la sociedad que enfrentan una realidad ausente de todo tipo de compromiso social. Corren malos tiempos para la solidaridad, para compartir lo poco que tenemos. Pero sea como fuere no tengo derecho a decir que parte de esta sociedad merece ser más pobre para ser más humana. Porque nadie merece ser más pobre de lo que es. Aunque temo que esa parte de la sociedad no se ha dado cuenta de la situación que vive. Entiendo que quien pueda pase un fin de semana fuera de una cotidianidad incomprensible a todas luces. Aunque no lo comparto lo entiendo.
El tema, y es el por qué del comentario impresentable de ayer, es que vine al mundo con un pan bajo el brazo. Hablo de la cartilla de racionamiento. Cuando yo nací las cosas eran más jodidas que ahora, aunque no mucho, en ciertos aspectos no mucho. Y tengo miedo de volver sino al racionamiento y al estraperlo, a ser pobres de solemnidad. A la pobreza extrema. Y peor: a tener que callar. De ahí que me duelan cosas que tal vez no tengan la importancia que les doy. Y ahora ¡hay que joderse!, mi viejo ordenador que me ordena me acaba de borrar un largo etcétera de ejemplos que no debiera escribir porque a nadie importa. Mi viejo ordenador me protege. Mejor me apeo y vuelvo a mi mundo. Y cuando vuelva, llegaré tarde, y así no veré a mi esposa, mis hijas, y tantos otros y otras salir de casa bien de mañana con el currículum bajo el brazo. ¿Y entonces? Pues que volví a coger el hilo de la cuestión, o sea, no tengo solución. Ya amanecerá algún día, de momento, me quedo con mi mejor compañía: la soledad.
El tema, y es el por qué del comentario impresentable de ayer, es que vine al mundo con un pan bajo el brazo. Hablo de la cartilla de racionamiento. Cuando yo nací las cosas eran más jodidas que ahora, aunque no mucho, en ciertos aspectos no mucho. Y tengo miedo de volver sino al racionamiento y al estraperlo, a ser pobres de solemnidad. A la pobreza extrema. Y peor: a tener que callar. De ahí que me duelan cosas que tal vez no tengan la importancia que les doy. Y ahora ¡hay que joderse!, mi viejo ordenador que me ordena me acaba de borrar un largo etcétera de ejemplos que no debiera escribir porque a nadie importa. Mi viejo ordenador me protege. Mejor me apeo y vuelvo a mi mundo. Y cuando vuelva, llegaré tarde, y así no veré a mi esposa, mis hijas, y tantos otros y otras salir de casa bien de mañana con el currículum bajo el brazo. ¿Y entonces? Pues que volví a coger el hilo de la cuestión, o sea, no tengo solución. Ya amanecerá algún día, de momento, me quedo con mi mejor compañía: la soledad.
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