Ayer tarde, ayer, fui a misa. Era una promesa y no mía: no diré más. Así a ojo, éramos una docena de personas y el cura era más viejo que yo. El resto eran mujeres y dos más jóvenes que nosotros. El cura estaba resfriado y comenzó la misa dando la bienvenida a los asistentes. Luego rezó: pónganse en pie, ahora siéntense. Y así dale que dale diez minutos más o menos. Hasta que llegó el perdón de los pecados. El asunto del perdón de los pecados, el borrón y cuenta nueva, es un asunto escabroso para mí. Por respeto a los asistentes callé, pero me hubiera gustado decirle al cura que allí no había culpables. Luego pensé que si no había culpables por qué había arrepentimiento. Esto me confundió. Yo quiero a mi colindancia con calor humano, y creo en el perdón, pero no amo el perdón. Porque amar el perdón es hipócrita, es un negocio dinerario, que allí pagamos por entrar, y además se paso la cesta. No es falta de respeto hacia una religión. Somos humanos y el perdón de los pecados es una tranquilidad suprema. Yo te perdono... Tú me perdonas... Digo que allí nadie se sentía alegre, por lo que nadie era culpable... o se sentía culpable. Claro está que si uno se arrepiente humano, si uno pide perdón por un sentimiento ajeno herido, luego viene la paz y la alegría, y allí nadie se reía. Nadie estaba alegre. La inquina, la rabia, el rencor, la ira, la venganza, el maquiavelismo de buscar cómo cobrar una revancha... El cura dijo que Jesús nos invita a perdonar. Que Jesús dijo, "amémonos unos a otros como yo os he amado". Y yo digo sí, amarnos sí, el perdón de los pecados no, porque no somos culpables... somos enemigos. Porque no hemos resistido a nuestro impulso natural de juzgar a los demás, de imputarles crímenes. No hemos dejado el juicio a Dios. Está claro, si la leyenda es cierta, no amamos como Jesús amó.
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