En mi Asturias patria querida, y en mis años de ir a la escuela, había un filósofo muy dado a enseñar todo lo que tenía que ver con los problemas fundamentales que esclarecen los demás problemas, también problemas fundamentales. Para él la realidad era todo lo que vemos en apariencia sin factura idealista, sin Dios, sin utopías. En un verbo daba respuesta a todos los problemas fundamentales que el humano ser encierra en su alma, y en el fondo de su mente. Su filosofía era la configuración exacta de su cosmovisión general. Los problemas de aquel filósofo precursor era su propia filosofía fundamentalista.
En realidad, los problemas fundamentales es un repertorio de complejidades de cada cual, y resolverlos define unos sentimientos irreconciliables con otros. El filósofo murió sin haber resuelto por qué fumaba y por qué bebía, por qué decía que era un coronel retirado que había servido en Tánger y Tetuán a las órdenes de Franco generalísimo (descanso y cubrirse). Los tratados filosóficos de aquel filósofo, no pasaron más allá de sus paranoias mentales.
Qué diría mi filósofo profesor, si ahora me viera ajeno a la disquisición, sentir lo que siento al oír los petardos en la calle y la casa vacía de ruidos. Ni un ladrido, ni una triste mirada. Ni un por qué. Ni un ya pasó carinyet... Ay, dona, nada es igual sin ti.
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