Ayer comenzaron las fiestas de mi pueblo con una noche rockera en la calle y cenas en los garajes. De botellones y los bares vacíos. Las fiestas de mi pueblo también están en crisis. Por un lado es bueno porque volvemos a lo de siempre, a la calle: tertulias en la calle, cenas de sobaquillo en la calle. Niños, jóvenes y menos jóvenes todos en la calle celebrando las fiestas de mi pueblo. Por el otro no deja de ser consecuencia de la crisis y es malo. La música rock de aquellos chicos era de dolor de cabeza, aunque nada que ver con la música enlatada que me espera hasta el próximo domingo, que será el último día festivo y viene una orquesta supongo más relajada en sus impulsos creativos. Las fiestas de mi pueblo vuelven a crear opinión y proponer argumentos en torno a una cena más amena y familiar. Pueblo al fin de sentimiento colindante, de todos y de todas, a pesar de lo escaso en la nevera. Mi pueblo ha dejado de vivir por encima de sus posibilidades y ha comenzado a vivir por debajo de sus sueños de grandeza. A mi pueblo la crisis le ha vuelto coherente y humano. La crisis lo ha puesto en su lugar de nacimiento. Mi pueblo ha dejado atrás la cultura del "todo vale"; cultura permisiva, ridícula, trivial, fatua, vulgar. ¿Qué otra cosa podía ser si nadaba en la abundancia? Cada día era más fundamentalista y experimental. Era esa burbuja inmobiliaria. Era la cara de la falsa moneda. ¡Bien por mi pueblo en fiestas!. Esto promete un cambio sin vanidad hacia la evolución del humano ser. Que así sea.
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