Pocas razones hay para el optimismo a día de hoy, salvo la posibilidad de amar.
Ahora que comienza de cero un futuro renovado para mí. Entonces, es cuestión de un brindis, pues es el momento para desandar caminos, revolver anhelos y revisar fracasos. Y contarme las verdades a la cara, desestimar viejas mentiras, autoengaños, falsos testimonios. Los malos hechos y las peores acciones, lo correcto y lo ético, y toda la ruindad que en los últimos tiempos me fueron cercando. Y es que ni el vino bastaba, ni la santa poesía. Ni siquiera un beso.
Pero las cosas han cambiado, y pienso salir a la calle y preguntarle a la primera dama que me encuentre, ¿y ahora qué? ¿Qué puedo hacer yo para que este pueblo sin bandera sea un poco más habitable, para que su ciudadanía sea un poco más humana, menos fallida, menos aplazada?
¿Qué puede hacer una sociedad además de lamentarse?
Esta queja la recomiendo de cuando en vez como buena estrategia para quien quiere desviar la atención de lo que realmente le interesa. Porque uno siente que está metido en un círculo vicioso de abusos, impunidades, irresponsabilidades, complicidades, infidelidades. Cobardías. Porque uno siente que está caminando por una línea fina cercana a la propia locura, pero eso sí, sin hacer un alto en el camino. A pesar de que me van cercando las irracionalidades y los hechos, el camino a seguir lo tengo claro, caiga quien caiga.
¿Y entonces, qué puedo hacer para que no me odies?
Hoy no me contestes. Mejor cuenta hasta diez, o cien. Mejor calla. No digas. Que lo haga quien corresponde. Acaso tú obcecada no entiendes: es cosa de la edad. No te enfades conmigo, eso no. Que sepas que ella ya ha aprendido a ser libre. Y también que no estaba sola.
Como si fuera un juego de acertijos, lo demás irá llegando... incluido el amor. Yo aprendí con tus maneras, confieso que no te conocía. ¿Y tú a mí?
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