jueves, 24 de marzo de 2016

... y sardinas para comer.

San Agustín dijo: "Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti".

Y yo digo que para vivir y tener la posibilidad de que me salve Dios un día tengo que comer carne sin ser pecado. Alimentar mi mente y mi cuerpo de carne, de ti, amor. Saborearte húmeda. Aterciopelada tu piel. Tú toda apetecible. Siempre, amor.

Llega la Semana Santa, ¡vaya por Dios!, y con ella las procesiones y los tambores y las cornetas y las sardinas. De menú sardinas frescas. ¿Qué broma es esta? 

Si crees en Dios como si dudas de su existencia no comas carne. Es pecado en Semana Santa. Tengo escrito por ahí: ¡hay de aquella que me recuerde mis olvidos!. Es una amenaza seria. El asunto de las sardinas en Semana Santa, que ya de por sí no me gustan, no es un problema de alzhéimer, es que yo soy más de carne, a poder ser, ay, pero también me vale la cocinada por Ferrán Adriá. No es personal. El amor es carnal, y si es por amor, la carne no puede ser pecado. 

Antes de ser pecado comer carne en Semana Santa era un misterio la Santísima Trinidad y aún sigue siendo un misterio y nadie se rasga las vestiduras. No y no, me explican claro ese misterio o no como sardinas ni enlatadas. Llamen manías de viejo si quieren, pero que se vayan al carajo las sardinas. Por más pecado carnal, homilía de purgatorio que fatiga mi mente absurda de tanto negar la verdad, amor, las sardinas que se las coman los gatos. 

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