miércoles, 17 de mayo de 2017

Como si no hubiera un mañana.

Ayer mi esposa me "acompañó" a Valencia de rebajas. En Valencia siempre hay rebajas, y mucha gente preocupada con sus asuntos inaplazables. En las rebajas se cubren todas las necesidades hasta las próximas rebajas que son al mes siguiente. Pero sigo: Nada más apearnos del tren cogimos un taxis para ir a la zona franca de las rebajas. Como es natural, no sé qué les dan los monseñores a los taxistas de Valencia, fuimos escuchando las excelencias de Rajoy en la COPE. Culpable de nuestros males la oposición. En fin, al llegar a la zona franca, y antes de meternos en aquel barullo de gentes, entramos en una cafetería a tomar café (y yo, además, unas pastas de té. Me chiflan las pastas de té). En al cafetería vendía libros, entonces, mi esposa cambió el tiempo del café por libros. A mi esposa le gustan los libros como a mí las pastas de té. La María sabe que le gusta cualquier cosa que no sea yo. Pero más la ironía de los libros, fina ironía para el escaso dinero del que disponíamos. Así que mientras ella insistía en vivir el peligro del amor hecho palabra y se rendía ante un poeta, o, como Don Quijote, defendía el honor del movimiento literario frente a las estanterías plenas de libros (eso sí, Pérez-Reverte y yo un día más dueños del olvido y la soledad en una librería).

-Cariño, se agotarán los trapos de las rebajas.
-¿No puedo comprar un libro?
-¿Un libro?
-O dos.

Y de manera perspicaz, mientras apilaba libros en la mesa me explicaba cómo la torturaba aquellos libros que, según su criterio, tenía que comprar por ser la verdad incontestable elaborada con palabras casi benditas imprescindibles para acometer la realidad del día. Esto se complica, pensé, y pedí otro café y alucinado por tanta cafeína comencé a enmendar la plana a los presentes como albañil de la literatura, como si declamara versos y no pasara nada, como si me sobrara todo. Como si no hubiera un mañana. Gracias.

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