De cuando en vez, con mi soledad, cuestiono mi proceder con la cotidianidad. Con las cosas que tienen que ver con los demás. Y creo que no soy sociable, me lo dice mi esposa y es verdad. Y hoy escuchando a Patricia hablar sobre lo cotidiano, creo que honra a su padre. Me salva el amor.
En un viernes de fiar, reconozco que cuestiono el rol que desempeño en diversos aspectos de la vida, sobre todo en lo que tiene que ver con la gente que me quiere. Me pregunto si a quienes me quieren les merece la pena el sacrificio de quererme. ¡Joder, dona!, de qué me sirve compartir el afecto, el cariño, el bendito amor solo en la intimidad de mis adentros.
Si yo fuera cualquiera de las que me quieren -hablo en serio, me quedaría de brazos cruzados ante tanta indiferencia. Permanecería de brazos cruzados a ver qué ocurre ante el descaro de dejarme querer, de sonreírle al sol y ladrarle a la luna, ay, como si no pasara nada... ¿Y entonces?
Y entonces me tiraría al monte -siempre lo digo, no formo parte de esta pantomima de querer y que me quieran. Sí. Ya quise lo suficiente como para que ahora padezca el desamor como Dios manda (y María calla). Ya no quiero más experimentos en mi vida si no son con gaseosa. Mis sueños son míos y se irán a la facultad de medicina conmigo. Y si la ciencia avanza hasta el punto de saber cuales fueron mis sueños... ¿Y entonces?
Y entonces firmaré un contrato de confidencialidad. Una amiga me lo recomendó porque dice que mis sueños son los suyos.
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