Fue honesta hasta no poder más, enamorada de la vida hasta la muerte. Libre como una mariposa en primavera si ella misma no lo era. Y sobre todo una mujer amada, aunque desgraciadamente por otro hombre. Otro hombre que veía como un amigo de agradable tertulia ante un café con pastas de té a las cinco de la tarde.
Pero aquel miércoles a las cinco de la tarde si Dios quiere y el tiempo lo permite, tal que en el ruedo, tuvo un mal pálpito... El silencio, y el oscurantismo, y la nostalgia a santo de qué, se apoderó de ella y sintió escalofríos. Algo le decía que no vería a su amigo aquella tarde, y no tenía importancia, pues otras muchas veces, si no él ella, habían cancelado el encuentro, pero esta vez no la avisó, algo que tenían pactado: una llamada si cualquiera de los dos no podía asistir al encuentro de las cinco de la tarde.
Ella siempre se consideró un poco bruja, visionaria si es que suena mejor. Quizá por haber leído tanta poesía entendía la importancia de la palabra para el desarrollo de la amistad. La confianza era una prioridad en su vida. Aunque no se había librado de alguna decepción y un desengaño amoroso en particular que le partió el alma.
Pero el reloj marcaba las seis y eso nunca había ocurrido. Entre los defectos de su amigo no se encontraba la impuntualidad. Por eso, cuando el camarero se acercó a ella con paso lento y mirada triste, pensó lo peor del poema de Bécquer... "Volverán las oscuras golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar, y otra vez, con el ala a sus cristales jugando llamarán; pero aquéllas que el vuelo refrenaba tu hermosura y mi dicha al contemplarte, aquéllas que aprendieron nuestros nombres... ésas... ¡ya no volverán!".
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