Anoche evoqué a una joven de arcoíris vestida en la terraza del bar donde abrazados cantábamos romances y algún tango triste. Tomábamos café, reíamos y urdíamos estrategias políticas valerosas para salir del vecindario y entrar por la puerta de atrás al porvenir que la esperaba. Yo le cuchicheaba y ella ilusionada escuchaba. Le anunciaba un futuro seductor. Éramos grandes amigos y fieles compañeros. También nos regalábamos miradas de ensueño para alejarnos de la muerte. Nada que ver con la mirada que ayer me clavó en el corazón al doblar la esquina. Mucho hablamos en el bar de nuestras nostalgias, y que poco duró una promesa de amor. Yo pensaba que ella me quería. Tal desdicha guarda relación con una carta con la que me disculpaba como amante vencido: "perdóname por escribirte esta carta que no te enviaré, porque no te he vuelto a ver o porque después de amarte tanto el ordenador que me ordena no te quiere herir". Ayer tarde una joven de arcoíris vestida me miró de manera que podía describir como la antítesis de lo que el amor y la santa poesía aconseja. En adelante, pase lo que pase, no estaré ahí. (Ni el dueño del partido político que ayudaste a crear -que sigue muriendo por no saber leer entrelíneas su futuro-, cuando asomes por la puerta con tus alegrías y tus tristezas porque él, cobarde, huirá escaleras arriba). Gracias.
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