Tengo un casi amigo guionista de televisión que presume de un truco infalible para rifar los momentos de bloqueo creativo o dejar atrás un desierto donde no florecen las ideas. Ni buenas ni malas. Lo que hace en esos momentos es salir a la calle y dar varias vueltas por zonas concurridas donde, inevitablemente, se cruza con cobayas que suministran información sin darse cuenta. Es una de las grandes hazañas de la telefonía móvil: miles de personas han perdido el pudor y exponen sus intimidades en voz alta, ya sea con auriculares que taponan los oídos o acercando el micro a la boca como si fueran a darle un buen mordisco. No hace falta tener un amplificador para enterarse con pelos y señales de las conversaciones ajenas. La mayor parte es de escuchar y tirar porque no aporta más que chascarrillos futboleros, cizaña indiscriminada, críticas feroces a compañeros, familiares y amistades, digresiones políticas con tanta enjundia como las que encharcan las redes sociales o asuntos domésticos sin trascendencia. Pero de cuando en cuando mi amigo se encuentra con charlas dignas de inspirar un capítulo de una de esas series de venganzas de juego lento, amoríos tóxicos, ruinas familiares o conflictos laborales al por mayor. Y toma nota. O le llega una frase suelta que le soluciona el arranque o el final de una escena. Hace unos días iba en autobús con las alforjas vacías sentado junto a una mujer cargada hasta los topes de problemones en su oficina. "No me fío ni de las bragas que pongo por la mañana, como para fiarme de mi compañera". Olé: un día provechoso. (Tino Pertierra).
A que ustedes no tienen una vecina tonta del culo a la que arrolló un coche al cruzar un paso de peatones con el semáforo en rojo mientras hablaba con su amigo invisible... En una década más o menos todos tontos del culo. Uf, qué tufo. Gracias.
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