Nacemos, y enseguida adquirimos la capacidad de elegir y elegimos. Elegimos sin darle importancia a lo que elegimos. Y la tiene porque se elige entre el bien y el mal, y tantas veces se visten de lagarteranas que nos confunden. Tenemos poder de decisión, pero somos jóvenes (y capullos: qué edad más estúpida la de los capullos) y elegimos valorando exclusivamente nuestras necesidades. El verdadero poder de decisión consiste en saber elegir, claro, pero además, y sobre todo, reconocer el bien de manera tan nítidamente como para no confundirlo con el mal. Hoy en día se juntan (dos) a ritmo de bachata y con cualquier pretexto, no importa si bien o mal mientras no sean ellos los perjudicados (sí, ya eligieron y hay un perjudicado, sin nombre, para no dar pistas) y cantan alegrías al dolor cercano. Y quien siente el alma rota, el corazón herido y todo él hecho un despojo, porque le hicieron tanto tanto daño sabiendo que se lo iban a hacer, le dan una capa de pintura blanca, y blanco como la nieve, ni se abre un proceso de divorcio. (A todos nos llega la hora de rendir cuentas ante nosotros mismos, aunque nos caiga la cara de vergüenza por no atender a razones del corazón. ¿Y qué pensará cuando le digan que la culpa de otra es? Pagará por ello: ¿libre o esclavo? Y por otro lo conoceréis... Por eso, declaro acuciante la búsqueda de gente que sepa elegir, y ante la duda, pregunten, como Ian: ¿Güelu, qué es el desamor? Tú, mi vida, si un día me dejas de querer). Gracias.
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