lunes, 3 de septiembre de 2018

El problema es el desánimo.

A veces pienso que debiera solicitarle a la dama que no me deja ir más pastillitas de colores porque no me veo tan estúpido por fuera ni me siento tan necio por dentro. Por fuera es igual -a quien no le guste, y estoy para moja pan y come, que se lo tome en dos veces-, pero por dentro no. En la década de la autoestima -lo crean o no, según un estudio de una universidad extranjera vivo la década de la autoestima-, el problema es el desánimo con el que regreso a casa. Salgo de casa fascinado con la vida y regreso triste de morir. Si no una otro, o ese dolor que impera en el ambiente. La pobreza y la enfermedad van de la mano y me mata. El pueblo es la familia, y los niños primero. El pueblo es su gente y pasa las peores penurias. No es eso ni lo otro, lo tengo escrito, es todo lo demás y es demasiado. Cada cual mira para sí y cada quien no llega a fin de mes "... y entre todos la mataron y ella sola se murió". Los políticos no ayudan a levantar el ánimo, tampoco ayuda saber que sus intereses son suyos, y el pueblo no sabe lo que quiere. A principios del verano no queríamos turistas y al final lamentamos que no hayan venido; los pequeños comerciantes no venden lo que vendían ni en rebajas y las grandes superficies igual, y a los salarios y pensiones los sigue engullendo la inflacción. Y para mayor desaliento los banqueros siguen vendiendo sus productos a precios de usura y las familias los compran. Así no vamos a parte alguna. Pongo mi última esperanza en la liga de fútbol que empieza para que las familias más desfavorecidas cuanto menos recobren la alegría aunque no lleguen a fin de mes. Ojalá que el fútbol sea la salvación. Me apeo, necesito gritar en Les Seniaes. Y llorar. Mañana sigo: confío escribir un "día feliz" (permítanme las comillas hasta que la dama que no me deja ir me hunda en la miseria mental). Gracias.

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