jueves, 18 de enero de 2018

Me sigo riendo de mí.

Me sigo riendo de mí ante el espejo no porque tenga la cara de idiota que también (es la cara que me queda después de tomar las pastillitas de colores que me receta la dama que no me deja ir), me río de mí porque soy una gracia sin nombre. Algunas mujeres con la cara de haber tomado un gin tonic aseguran que ellas sí y los hombres no. Se creen capaces de hacer mil cosas a la vez. Qué lindas, no me conocieron en mis mejores tiempos hacer mil cosas y una a la vez. No dejé un asunto inaplazable para mañana, ni olvidé contestar una llamada telefónica mientras conducía, ni obvié un trato de ventaja. En ese plan. Yo fui una persona que ya la quisieran en sus filas el IBEX 35, Ciudadanos o el PP si no son lo mismo. Pero un día, como tantas veces digo por casualidad, alguien llamó a mi puerta, y no fue un amigo gorrón. En fin, me costó echarlo de casa pero lo eché. Y con el rabo entre las patas. Ayer dije que le gané mi vida a la muerte y es cierto. Aviso a quien pueda interesar: no se la jueguen a copas, no se la jueguen a nada si está en juego su vida porque su vida es suya y nada más. Lo mío fue un milagro y los milagros son un cuento de cuentos. Y ahora, después de volver a la escena más o menos con ayuda hago una cosa y la escribo. Y luego otra y etcétera. Les puedo asegurar que es igual de gratificante. No se fíen y no abran la puerta a cualquiera que les ofrezca la mejor experiencia de su vida. La mejor experiencia es ver amanecer, y, si además es en los brazos del amor... Ay. Gracias.

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