sábado, 27 de agosto de 2022

Corran la voz.

Ayer tarde, de paseo con Ian por la orilla del río, nos cruzamos con un entierro. Santo difunto porque había curas y monjas y plañideras y parentesco y gente, mucha gente. Demasiado de todo acompañando a un difunto al campo santo. Y no digo yo que no hubiera algún monseñor: ahora todos y todas visten igual y no se diferencian, aunque son muy importantes. Como los muertos. Hay muertos muy importantes y menos importantes y nada importantes. Hay muertos vivos y vivos muertos. No me sentó bien cruzarme con un entierro -me dejó mal cuerpo- ni que Ian me acompañara. Es natural que la gente se muera. La muerte se lleva a miles de gentes todos los días. Más de miles o mil, aunque sea uno, nunca estamos preparados para recibir a la muerte. Y peor si la muerte viene a por uno de los nuestros. Un ser querido, enfermo de la muerte, por más que sepamos que va a morir... (Qué curioso, hablo de la muerte y nunca estamos preparados para morir, sin embargo, no hablo de la vida y tampoco estamos preparados para vivir, lo que me lleva a pensar que vivir es más absurdo que morir). Gracias.

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