No vino y llegó el estruendo. Cornetas y tambores, petardos, ruido y ruido, y tanto ruido. Tenía que evadirme de una semana muy de marzo, huir del todo, tirar al monte, ir a un lugar donde reinase el silencio. Nada perdí entre el ruido y el ocaso. El sol ha muerto para mí en la callada respuesta. Y en un catálogo de escritores expulsados de la literatura por el espanto hecho sintaxis, me decidí por un monasterio de monjas de clausura. Únicamente parto con un botiquín de primeros auxilios. Tengo estigmas y llagas, y culpas en el corazón que han de sangrar para curarme en salud antes de volver a la extensión de todos mis días. Llevo demasiados años haciendo de mis días un acto de resistencia. Los abrazos y los besos que no di, y ahora la pandemia, la guerra. Nunca quise ser un héroe (reitero una vez más que no tengo el mínimo interés en ser un héroe), quiero que acabe lo malo y que vuelvan los abrazos y los besos. Y aprender a escribir. En mí ya solo caben alegrías de cerca, muy de cerca. Quiero sentir calor humano y ver a la gente sonreír. (Y así será cuando vuelva, si Dios quiere. Y querrá). Gracias.
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