domingo, 3 de julio de 2011

Mi pueblo y sus vanidades

Existe en el mundo un pueblo en el que sus vecinos deberían servir a los intereses colectivos para definir sus verdaderas necesidades y sus prioridades como pueblo, y de paso, evitar enfrentamientos estériles que son palabrerías absurdas cada cuatro años. Ese pueblo, que es el mío, es un pueblo solidario y afable, pero se trasforma cuando una pancarta denuncia nuevas elecciones. Pueblo que ni sabe ni le importa la política, pero la confunde con sus rencillas personales que actualiza las urnas. Son rencillas familiares de antaño que nunca prescriben. Son absurdidades que aglutinan rencores y se hacen acompañar de desordenes y violencias verbales. Y lo más: unos hijos y otros hijos, aún sin saber de qué van las rencillas de sus padres, se enfrentan con sus amigos de colegio y algún vino siguiendo la tradición familiar. Los hay incluso que se olvidan de que ahora son familia y la lían con sus cuñados y otras colindancias. Mi pueblo es una hostia de pueblo. Las últimas elecciones pidieron la dimisión del alcalde (por cierto, alcalde ahora y siempre desde la democracia del mismo partido político. Ni en la alternancia se ponen de acuerdo), fue una propuesta de demisión por una promesa incumplida: "el extravío de un agente de policía municipal extraviado hace tres años". En tres años ni se percataron que de dos policías municipales uno estaba en paradero desconocido. Pueblo creyente hasta la extremaunción, estoy seguro que si el párroco un domingo o fiesta de guardar se le olvidara venir con su sordera, irían luego de comulgar al casino a comentar lo acertado del sermón con su Martini de toda la vida. Mi pueblo, víctima inocente de las irresponsabilidades de unos pocos vecinos y sus rencores ya no puede vivir sin vanidades.

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