De cuando en vez insisto en escribir de amores impertinentes frente a un mar. Pero es más placentero escribir sobre cosas bellas, declarar el amor como fortuna, bañarse en la ternura de la mujer amada y confesar descuidos para amarla de nuevo. Y quedarse en la penumbra de un beso de bienvenida, fijarse en su bonito vestido, en el lunar maquillado de su cuello y en el sabor de su piel. O escribir que dejaron de amar a ese amor que nada exige, que fue un regalo de los sentimientos puros. O levantarse al alba y enfrentarse a un día de colores dañinos que cantan las verdades de sus miserias al doblar la esquina. O volver al fastidio y ver cómo murió en violento atentado el sentido común, tan comúnmente desahuciado y sin consuelo. Y sí, escribir y proclamar, para que no haya dudas, que una solo existe si de soslayo la nombra. Ahora que nada oculto, estoy en la obligación de retocar mis días y tratar de ser honrado con mis decires. Porque hoy, martes y trece, yo también entrego mis motivos al silencio. Amor. (Volveré a escribir a lo presuntamente intrascendente y existencialmente primordial). Gracias.
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