Un sábado triste de morir, el compromiso con el pueblo de Patricia ha muerto. Un hombre bueno ha muerto y ha muerto su alimento. La sonrisa, la alegría, el abrazo fraternal. Un hombre que, además de bueno, era el respeto del
pueblo. Con él se fue la memoria. El testimonio de momentos irrecuperables. El coraje que avivaba la esperanza para que no se hiciera tarde.
El día amanecía con él al cuidado de su campo de naranjos. Todos sus asuntos inaplazables tenían que ver con su campo. Raro era el día que no coincidíamos en la panadería. Recuerdo de su boca su penúltimo suspiro. Días atrás, caminando un sendero cercano a su campo, el miedo me obligó a adentrarme en él. Andaba con Ian, vi su coche y me faltó su apresurado saludo. El sol era de justicia y no estaba o no lo vi, pero no me saludó. Malo, pensé. Y grité su nombre. El miedo pasó a ser susto cuando lo vi arrastrando ramas entre los naranjos. Ni la mañana ni el esfuerzo era apropiado a su edad. Nos vimos, le regañé y se rio. De fijo que la regañina le hizo pensar que tenía razón aunque no me la dio. Había que arrastrar las ramas y quemarlas, a pesar del bochorno y los años: por encima de su vida. Un hombre bueno ha muerto. Paz a los restos. Gracias.
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