sábado, 16 de septiembre de 2017

Los desantentos.

Los asuntos inaplazables conllevan grandes sacrificios: la familia, y los niños primero. También grandes alegrías: la hipoteca, el IBI, la comunidad de vecinos, la basura y etcétera. Uno desatiende la familia y cuando se da cuenta, por más ladrillos apilados, los hijos casados y los nietos en la mili. Y la hipoteca a veinte años vista. Sin apenas darnos cuenta, dejamos de ser personas para ser otra cosa, la que sea, pero no personas. Una locura. Dios mío, pero qué hice yo con esta vida mía (llegado el día, valen las disculpas, pero no el perdón. El perdón hay que merecerlo).

Desde luego es necesario trabajar y esforzarse e intentar llegar alto, o  lejos sino es lo mismo. Pero sin desatender lo que importa (amor). Alto o lejos da igual si se llega a costa de privarse de la familia, y los niños primero (y viceversa), los amigos y la impagable soledad cuando la cabeza está a punto de estallar. En los años altos, estoy en condiciones de asegurar que no merece la pena llegar alto o lejos si nos tenemos que privar de esas pequeñas grandes cosas de la vida, como llevar a Ian a la escuela por primera vez, ay. Mejor tener los pies en el suelo y los asuntos inaplazables dejarlos para mañana que será otro día. Además, llega un día, y, si no la jubilación, un ERE o un despido procedente o improcedente o vaya usted a saber con Rajoy y sus amigos los grandes empresarios, eso sí, que nadie espere ni el mínimo agradecimiento por los servicios prestados; después de comer la carne tierna el hueso a los perros y no hay más que hablar. Desatender lo que no se podrá atender es cosa seria. Lejos o alto no deja de ser las antípodas de la felicidad compartida. (Otro día hablaremos de volver a casa por Navidad como si no hubiera pasado nada). Gracias.

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