Los asuntos inaplazables conllevan
grandes sacrificios: la familia, y los niños primero.
También grandes alegrías: la
hipoteca, el IBI, la comunidad de vecinos, la basura y etcétera. Uno
desatiende la familia y cuando se da cuenta, por más ladrillos apilados, los hijos casados
y los nietos en la mili. Y la hipoteca a veinte años vista. Sin
apenas darnos cuenta, dejamos de ser personas para ser otra cosa, la
que sea, pero no personas. Una locura. Dios mío, pero qué hice yo
con esta vida mía (llegado el día, valen las disculpas, pero no el perdón. El perdón hay que merecerlo).
Desde luego es necesario trabajar y esforzarse e intentar llegar alto, o lejos sino es lo mismo. Pero sin desatender lo que importa (amor). Alto o lejos da igual si se llega a costa de privarse de la familia, y los niños primero (y viceversa), los amigos y la impagable soledad cuando
la cabeza está a punto de estallar. En los años altos, estoy en
condiciones de asegurar que no merece la pena llegar alto o lejos si
nos tenemos que privar de esas pequeñas grandes cosas de la vida, como
llevar a Ian a la escuela por primera vez, ay. Mejor tener los
pies en el suelo y los asuntos inaplazables dejarlos para mañana que será otro día. Además, llega un día, y, si no la jubilación, un ERE o un despido procedente o improcedente o vaya
usted a saber con Rajoy y sus amigos los grandes empresarios, eso sí, que nadie espere ni el mínimo
agradecimiento por los servicios prestados; después de comer la
carne tierna el hueso a los perros y no hay más que hablar.
Desatender lo que no se podrá atender es cosa seria. Lejos o alto no deja de ser
las antípodas de la felicidad compartida. (Otro día hablaremos de volver a casa por Navidad como si no hubiera pasado nada).
Gracias.
Muy agudo ...
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