El pasado fin de semana, por un noviazgo que tuvo Patricia, ejercí de güelu a jornada completa. Ian y Enol, y Elsa, su prima. Tres amores... por separado, juntos, el acabose, lo nunca visto; llegué a temer por mi vida. Fallecido me vi. El día animaba a enseñar la ilimitada sabiduría que con el paso de los años adquiere un güelu. Pero no enseñé, aprendí. Aprendí del "estado mental sin sentido" y del "estado desesperado del pensamiento". Las cosas realmente fueron lo que ellos quisieron. Iba con ánimo de enseñar y aprendí. Nunca se sabe quién te puede enseñar si quieres aprender. A mí eso me lo enseñó una amiga terca como una mula (con el perdón). Pero no merece la pena enseñar a quienes desborda la felicidad, y a mí por simpatía: ni recuerdo cuándo estuve tan cerca. Pagaría por ser tan feliz el resto de mis días. Para enseñar están los padres, un güelu está para jugar con sus nietos... Somos lo que somos, no lo que aprendemos. Falta saber qué somos y cuándo perdemos la inocencia. (Puse interés, reflexioné acerca del comportamiento infantil y cómo cultivar el candor: aprendí y fui feliz). Gracias.
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