jueves, 10 de noviembre de 2016

La verdad sin vanidad.

Cuesta, y a veces duele, creer en la verdad después de conocer la mentira. Idolatramos a las personas y no tanto su verdad. Es cuando llegan las decepciones. No soy persona de mucho decir la verdad, tal vez por eso las decepciones no me llegan al alma. No tengo un político favorito, ni un constructor, ni un prestamista usurero. No soy de nadie pero respeto una verdad. Creo lo que creo, como todo el mundo, a mi manera. Creo en el bendito amor, y en María, la Magdalena, porque es santa poesía. Y en Eugenio y dona a pesar de estar muertos. En Flor de María, aún siendo monárquica. En una amiga de ahora que me lee en silencio. Un día esa amiga me preguntó que si para mí llegaría a ser dama de poesía y le dije que no: la poesía está alejada de los asuntos inaplazables. No sabe que ya es dama de poesía porque a mí sus asuntos inaplazables me importan un carajo. Se trataba de que creyera en mí y no tanto en mi verdad. Ella tiene otra verdad que defender. En los años altos una verdad tiene la importancia que se le quiera dar. O dispuesto a pagar. La verdad es y no. Pero si se quiere ir al fondo del asunto, la verdad, o es la de cada cual y entonces allá cada cual, o se debe contrastar con la verdad de los demás para que sea fidedigna y eso es complicado entre tantas verdades. Para ser honrado, y si queremos recuperar la conciencia inviolable de la verdad, debemos volver a la verdad sin vanidad. El lenguaje de los niños. El lenguaje de los que sufren en soledad. El lenguaje de los que siempre pierden. Y otras tantas verdades que no pueden esperar. Empleo digno. Salario digno. Sanidad digna. Vivienda digna. Educación digna. En ese plan de vida digna. Luego, con el tiempo, podemos hablar de la confianza perdida y de la pasión cuando pasa. Vivimos una inexplicable incitación por el desapego emocional. Gracias... (de nada).

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