Emilio, antes de morir, cargó sobre sus hombros palabras de amor penitentes y lloró al borde del acantilado ante el recuerdo que en su memoria custodiaba la melancolía. Se quebró y ardió en la hoguera. Su vida y su muerte. Otro milagro para creer.
Emilio se fugó del olvido sin decir de quién eran los labios que besó. Por eso, si alguien encuentra por ahí, quizás al rocío de la madrugada, a un cuentista de palabra cabecidura que a juzgar por sus comentarios parece ser mensajero del pasado con información fidedigna del futuro, atrápenlo como puedan, sométanlo a procedimiento sumario y enciérrenlo en el manicomio. Este sujeto avieso se ha hecho acreedor de esa condena por repartir esperanza al desespero, neutralizar letargos, disparar con balas cargadas de ilusión y confianza e impulsar el nudismo del alma a personas inocentes con abrazos de autoestima. Juran que lo han visto morir y resucitar al segundo día. Si lo ven, traten de evitar que se escape, es resbaladizo y burlesco.
Así como Jesús el Cristo resucitado vive, todo ser humano tiene derecho a morir, pero si le queda una palabra por decir, una herida de abandono por sanar, una mirada de soslayo por mirar, un beso por besar los labios que besó, resucitar. Gracias.
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